jueves, 26 de abril de 2007

·El Señor Feliz·

Había una vez un señor que se llamaba Señor Feliz, era el señor más feliz del Mundo Feliz, pero cuando iba caminando fuera de su país estaba llorando y se dijo, " ¿ qué me pasa ? , se supone que yo soy la persona más feliz del Mundo Feliz " y se dió cuenta que estaba en el País Triste. Cuando iba a regresar al País Feliz se equivocó de camino y llegó al País Enano y ahí se encontraba el Señor Pequeño, y el Señor Feliz le preguntó, "¿dónde queda el País Feliz?".
- "Al Norte" le dijo el Señor Pequeño, y el Señor Feliz pudo regresar por fin a su país.

FIN

sábado, 19 de abril de 1997


=)

lunes, 9 de abril de 2007

·Reencarnación·

Iban a demolerla a primera hora y en su lugar construirían el rascacielos más espectacular de todos los tiempos. Fue una decisión en la cual no participamos: al gobierno le importó un carajo los recuerdos que nos traía el edificio colonial, aquella catedral antigua con campanas de bonce, las murallas cafesozas por el desteñir de los tiempos, las baldozas trizadas de quién sabe cuántos pasos... y su aire frío, acogedor, inteligente y memorioso.

Por mi parte amaba la catedral; no era como la del centro: silenciosa, con un órgano, demasiado grande y sobrecargada de figurillas. Esta era más pequeña, más simple. Cargaba los recuerdos de mi infancia, cuando todo a su alrededor era campo de sembradío... me recordaba las escondidas, a las señoras vestidas de domingo (con sombrero y abrigo si es que hacía frío), los caminos de tierra, el olor a humedad.

Pero qué les importaba eso a los capitalistas: ellos sólo querían su rascacielos que literalmente “tocara los cielos”, una especie de Torre de Babel tecnologizada, el sueño de la perdición.

Entre los ciudadanos más antiguos nos pusimos de acuerdo y ése día nos levantamos antes de que naciera el sol y cantaran los gallos (aún quedaban estrellas rezagadas). Me paré en el marco de la puerta y miré al rededor dando un bostezo; las luces de las casas se comenzaban a encender y se oía a lo lejos el movimiento humano. Sentí la mano de mi madre posarse suavemente sobre mi hombro “Ya es la hora”, la oí susurrar.

La gente se congregaba frente a la iglesia, había algo en el aire... un “no se qué” lleno de tensión. El viento soplaba muy levemente, y el silencio que allí reinaba era quebrado sólo algunas veces por toses o murmullos que se apagaban rápidamente. Estábamos nerviosos, era nuestra última oportunidad.

Entonces divisamos al monstruo en el horizonte: era una máquina gigantesca de la cual colgaba la bola de la perdición, como en las películas. Nos alteramos, nos pusimos feroces y mientras se acercaba intentábamos detenerla con piedrazos, alaridos, luchas cuerpo a cuerpo (o cuerpo a máquina, mejor dicho)...Atropellados, heridos, inconscientes e histéricos... todo se volvió la expresión prehistórica de la brutalidad más desconcertante, contra eso: lo desconocido, lo odiado; porque venían a robarnos, a robarnos nuestros recuerdos para convertirlos en una cumbre de metal.

Pero no podíamos detenerlo, e incluso parecía que la máquina demoledora tenía vida propia, avanzaba indiferente de las agresiones, aplastaba humanos, saboreaba el sufrimiento, saboreaba el espanto, se alimentaba de los gritos, se reía de la desesperación.

Y llegó... llegó (qué horror), se detuvo al lado de la catedral y vimos como la bola empezó a balancearse, primero lenta y cada vez más rápidamente (se me ensombreció el rostro; ya no éramos humanos. Ni nosotros, ni ellos.). Con un estruendo presenciamos el primer impacto: la bola golpeó seca y fuertemente las paredes de cemento, esas paredes cafesozas por el desteñir de los tiempos, mientras nuestros recuerdos se resquebrajaban y hacían polvillo, nuestro corazón se hacía trizas también. Oí sollozos a lo lejos, sendos murallones se destruían y caían como avalancha.
Segundo golpe: seco, fuerte, preciso... y la iglesia comenzó a sangrar... y su sangre lo destruía todo: como un vómito se expulsaba por las paredes, como lava negra se deslizaba por las baldosas trizadas de quién sabe cuántos pasos, como ácido quemaba, derretía las campanas de bronce, asesinaba.

Perdimos la razón, esta vez por completo. Sólo corríamos por nuestras vidas mientras veíamos a nuestras espaldas cómo avanzaba el líquido que destruía los campos de sembradío, que destruía las jugarretas y a las señoras vestidas de domingo... Y así corrí, desesperado corrí... pero era imposible: nadie podía escapar.

Y me alcanzó. Sentí mis pies arder. Mi cuerpo se deshacía mientras me hundía alzando los brazos, como un último ademán de vivir... la sangre lo destruyó todo, y nada quedó... ni nosotros, ni el monstruo, ni la iglesia, ni los recuerdos.
Sólo nuestras almas lograron escapar, ellas huyeron junto con otras y viajaron lejos, en busca de otro cuerpo donde habitar.
Reencarnación.

·Los Jinetes·

Era de noche y caminaba sola por aquel bandejón. A mi lado se veían los portones de algunas fincas separados por inmensas zarzamoras y eucaliptus, al otro lado se oía correr el río y el croar de algunas ranas.

Sabía que era una irresponsabilidad estar allí, pero qué tanto importaba...

Prefería caminar por aquel camino, para recordarlos un poco, para no olvidar los veranos en los que reíamos juntos, cuando recogíamos las moras en febrero, cuando saltábamos en el puente colgante, cuando nos refrescábamos en las pozas del río...

Los grillos se oían especialmente fuerte entre los paltos, se fundían con las estrellas y eran equivalentes: los miles de grillos eran lo mismo que las miles de estrellas.

Los paltos... y otro recuerdo más; cuando nos subíamos a los árboles y cortábamos paltas, recogíamos los saltamontes, nos mojábamos los pies en los días de regadío, mi papá nos hacía barcos de madera y los echábamos a andar arroyo abajo, donde las vacas y los caballos tomaban agua. Y las guerras de fecas (secas), nos escondíamos entre la alfalfa gigantesca, donde sin querer alguno que otro quedaba con el tobillo enterrado en una plasta. Risas y más risas.

Sabía que era una irresponsabilidad estar allí. Pero no podía evitarlo, necesitaba recordarlos, necesitaba recordar el rodeo, necesitaba recordar al Negro (el caballo de Don Miguel), necesitaba recordar... porque era la única que quedaba, porque ya todos se habían ido.

Pateé una piedra y me dolió, no importaba mucho.

“La culpa había sido de los malditos jinetes; ellos, que habían llegado y lo habían destruído todo. (Apreté los puños).
Un día llegaron y empezaron la matanza, uno por uno iban desapareciendo, y los hallábamos muertos, queridos. “

Grité en la oscuridad. Sabía que era una irresponsabilidad estar allí.

Ya no quedaban animales, se los habían robado. Se habían robado al burro, al Negro, a las vacas... habían quemado todo, ya no había paltas, ya no había saltamontes. Sólo quedaban estas zarzamoras que crecen como plagas, pero que ya no dan moras. El río estaba casi seco y se podía cruzar caminando, ya no había alfalfa... y entonces quedaban los recuerdos...

Miré al suelo y recordé las caminatas por la carretera, de noche, luego de ir al pueblo. Recordé “el corre el anillo” con los primos, y las penitencias que siempre eran meter la cabeza al water de hoyo que olía mal, comerse una amarga hoja de palto o darle un beso al Benji (el perro deforme que tenía una enorme cabeza de pastor alemán con cuerpo de perro salchicha).

Ésta era mi tortura diaria: recordar y recordar; recordar que los jinetes se lo habían llevado todo.

Cuando ellos llegaron todo era desesperación: las viejas de las fincas se encerraron en sus casas y no salieron más; fueron las primeras en morir. El pueblo se volvió un calvario, y ya nadie quería hacer nada: los niños no iban al colegio y los padres no trabajaban los campos, las mujeres se quedaba sentadas en una silla, con los ojos trastornados de no dormir cuidando la casa. Pero igual morían, igual desaparecían. Porque los jinetes venían a destruirlo todo, y no había escapatoria alguna, porque los jinetes engatuzaban, engañaban, mentían.

Llegué a lo que quedaba del río. Sabía que era una irresponsabilidad estar allí... Y oí el ruido de los cascos. “Ahí vienen” pensé. Y llegaron. Seguramente este era el único lugar que no habían destruído aún. Y me vieron. No escapé, ni grité, daba igual, si ya todos habían muerto, si yo era la única que quedaba...

Se acercaron (eran a lo menos cinco). Reconosco que entre la furia sentí el miedo. Si los malditos jinetes ya lo habían destruído todo y habían construído ciudades y fábricas por todo el lugar, habían matado animales y paltos para sembrar edificios.

Y al tomar conciencia de que los grillos eran voces y las estrellas un estúpido alumbrado. De que el croar de las ranas no eran más que motores y el río la gotera de alguna llave... supe que los jinetes me habían matado también.