Iban a demolerla a primera hora y en su lugar construirían el rascacielos más espectacular de todos los tiempos. Fue una decisión en la cual no participamos: al gobierno le importó un carajo los recuerdos que nos traía el edificio colonial, aquella catedral antigua con campanas de bonce, las murallas cafesozas por el desteñir de los tiempos, las baldozas trizadas de quién sabe cuántos pasos... y su aire frío, acogedor, inteligente y memorioso.
Por mi parte amaba la catedral; no era como la del centro: silenciosa, con un órgano, demasiado grande y sobrecargada de figurillas. Esta era más pequeña, más simple. Cargaba los recuerdos de mi infancia, cuando todo a su alrededor era campo de sembradío... me recordaba las escondidas, a las señoras vestidas de domingo (con sombrero y abrigo si es que hacía frío), los caminos de tierra, el olor a humedad.
Pero qué les importaba eso a los capitalistas: ellos sólo querían su rascacielos que literalmente “tocara los cielos”, una especie de Torre de Babel tecnologizada, el sueño de la perdición.
Entre los ciudadanos más antiguos nos pusimos de acuerdo y ése día nos levantamos antes de que naciera el sol y cantaran los gallos (aún quedaban estrellas rezagadas). Me paré en el marco de la puerta y miré al rededor dando un bostezo; las luces de las casas se comenzaban a encender y se oía a lo lejos el movimiento humano. Sentí la mano de mi madre posarse suavemente sobre mi hombro “Ya es la hora”, la oí susurrar.
La gente se congregaba frente a la iglesia, había algo en el aire... un “no se qué” lleno de tensión. El viento soplaba muy levemente, y el silencio que allí reinaba era quebrado sólo algunas veces por toses o murmullos que se apagaban rápidamente. Estábamos nerviosos, era nuestra última oportunidad.
Entonces divisamos al monstruo en el horizonte: era una máquina gigantesca de la cual colgaba la bola de la perdición, como en las películas. Nos alteramos, nos pusimos feroces y mientras se acercaba intentábamos detenerla con piedrazos, alaridos, luchas cuerpo a cuerpo (o cuerpo a máquina, mejor dicho)...Atropellados, heridos, inconscientes e histéricos... todo se volvió la expresión prehistórica de la brutalidad más desconcertante, contra eso: lo desconocido, lo odiado; porque venían a robarnos, a robarnos nuestros recuerdos para convertirlos en una cumbre de metal.
Pero no podíamos detenerlo, e incluso parecía que la máquina demoledora tenía vida propia, avanzaba indiferente de las agresiones, aplastaba humanos, saboreaba el sufrimiento, saboreaba el espanto, se alimentaba de los gritos, se reía de la desesperación.
Y llegó... llegó (qué horror), se detuvo al lado de la catedral y vimos como la bola empezó a balancearse, primero lenta y cada vez más rápidamente (se me ensombreció el rostro; ya no éramos humanos. Ni nosotros, ni ellos.). Con un estruendo presenciamos el primer impacto: la bola golpeó seca y fuertemente las paredes de cemento, esas paredes cafesozas por el desteñir de los tiempos, mientras nuestros recuerdos se resquebrajaban y hacían polvillo, nuestro corazón se hacía trizas también. Oí sollozos a lo lejos, sendos murallones se destruían y caían como avalancha.
Segundo golpe: seco, fuerte, preciso... y la iglesia comenzó a sangrar... y su sangre lo destruía todo: como un vómito se expulsaba por las paredes, como lava negra se deslizaba por las baldosas trizadas de quién sabe cuántos pasos, como ácido quemaba, derretía las campanas de bronce, asesinaba.
Perdimos la razón, esta vez por completo. Sólo corríamos por nuestras vidas mientras veíamos a nuestras espaldas cómo avanzaba el líquido que destruía los campos de sembradío, que destruía las jugarretas y a las señoras vestidas de domingo... Y así corrí, desesperado corrí... pero era imposible: nadie podía escapar.
Y me alcanzó. Sentí mis pies arder. Mi cuerpo se deshacía mientras me hundía alzando los brazos, como un último ademán de vivir... la sangre lo destruyó todo, y nada quedó... ni nosotros, ni el monstruo, ni la iglesia, ni los recuerdos.
Sólo nuestras almas lograron escapar, ellas huyeron junto con otras y viajaron lejos, en busca de otro cuerpo donde habitar.
Reencarnación.