lunes, 9 de abril de 2007

·Los Jinetes·

Era de noche y caminaba sola por aquel bandejón. A mi lado se veían los portones de algunas fincas separados por inmensas zarzamoras y eucaliptus, al otro lado se oía correr el río y el croar de algunas ranas.

Sabía que era una irresponsabilidad estar allí, pero qué tanto importaba...

Prefería caminar por aquel camino, para recordarlos un poco, para no olvidar los veranos en los que reíamos juntos, cuando recogíamos las moras en febrero, cuando saltábamos en el puente colgante, cuando nos refrescábamos en las pozas del río...

Los grillos se oían especialmente fuerte entre los paltos, se fundían con las estrellas y eran equivalentes: los miles de grillos eran lo mismo que las miles de estrellas.

Los paltos... y otro recuerdo más; cuando nos subíamos a los árboles y cortábamos paltas, recogíamos los saltamontes, nos mojábamos los pies en los días de regadío, mi papá nos hacía barcos de madera y los echábamos a andar arroyo abajo, donde las vacas y los caballos tomaban agua. Y las guerras de fecas (secas), nos escondíamos entre la alfalfa gigantesca, donde sin querer alguno que otro quedaba con el tobillo enterrado en una plasta. Risas y más risas.

Sabía que era una irresponsabilidad estar allí. Pero no podía evitarlo, necesitaba recordarlos, necesitaba recordar el rodeo, necesitaba recordar al Negro (el caballo de Don Miguel), necesitaba recordar... porque era la única que quedaba, porque ya todos se habían ido.

Pateé una piedra y me dolió, no importaba mucho.

“La culpa había sido de los malditos jinetes; ellos, que habían llegado y lo habían destruído todo. (Apreté los puños).
Un día llegaron y empezaron la matanza, uno por uno iban desapareciendo, y los hallábamos muertos, queridos. “

Grité en la oscuridad. Sabía que era una irresponsabilidad estar allí.

Ya no quedaban animales, se los habían robado. Se habían robado al burro, al Negro, a las vacas... habían quemado todo, ya no había paltas, ya no había saltamontes. Sólo quedaban estas zarzamoras que crecen como plagas, pero que ya no dan moras. El río estaba casi seco y se podía cruzar caminando, ya no había alfalfa... y entonces quedaban los recuerdos...

Miré al suelo y recordé las caminatas por la carretera, de noche, luego de ir al pueblo. Recordé “el corre el anillo” con los primos, y las penitencias que siempre eran meter la cabeza al water de hoyo que olía mal, comerse una amarga hoja de palto o darle un beso al Benji (el perro deforme que tenía una enorme cabeza de pastor alemán con cuerpo de perro salchicha).

Ésta era mi tortura diaria: recordar y recordar; recordar que los jinetes se lo habían llevado todo.

Cuando ellos llegaron todo era desesperación: las viejas de las fincas se encerraron en sus casas y no salieron más; fueron las primeras en morir. El pueblo se volvió un calvario, y ya nadie quería hacer nada: los niños no iban al colegio y los padres no trabajaban los campos, las mujeres se quedaba sentadas en una silla, con los ojos trastornados de no dormir cuidando la casa. Pero igual morían, igual desaparecían. Porque los jinetes venían a destruirlo todo, y no había escapatoria alguna, porque los jinetes engatuzaban, engañaban, mentían.

Llegué a lo que quedaba del río. Sabía que era una irresponsabilidad estar allí... Y oí el ruido de los cascos. “Ahí vienen” pensé. Y llegaron. Seguramente este era el único lugar que no habían destruído aún. Y me vieron. No escapé, ni grité, daba igual, si ya todos habían muerto, si yo era la única que quedaba...

Se acercaron (eran a lo menos cinco). Reconosco que entre la furia sentí el miedo. Si los malditos jinetes ya lo habían destruído todo y habían construído ciudades y fábricas por todo el lugar, habían matado animales y paltos para sembrar edificios.

Y al tomar conciencia de que los grillos eran voces y las estrellas un estúpido alumbrado. De que el croar de las ranas no eran más que motores y el río la gotera de alguna llave... supe que los jinetes me habían matado también.

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