Y claro que lo pensé. De hecho, viví varias semanas en aquella superficialidad, en la calidez del autoengaño.
En momentos como éste me gustaría estar rodeada, no tener espacios vacíos de tiempo para pensar en mí, espacios vacios que mi inconsciente aprovecha ágilmente para enfrentarme.
Y quiere la verdad, la busca insistentemente.
Finalmente cede, sí, el cerebro cede; y siento caer la barrera, intangible, tan frágil, una construcción ridícula, mediocre, como queriendo proteger y a la vez autodestruirse (pero sobre todo autodestruirse) y que sólo sigue en pie para serme fiel, para no hacerme creer que soy tan débil, o para darme momentos, regalarme sonrisas.
No soy así.
Pero intento esquivarlo, como si pudiesen torcerse los caminos.
En momentos como éste me gustaría estar rodeada, para no permitirme vacilaciones, para que la mano que con fuerza da vuelta la página no dude, no la mire de reojo por última vez, una última vez interminable,
que la hace llenarse de lluvia.
Sin embargo siento la piedrita en el zapato. Me daña a cada paso que doy. Intento caminar de forma en que no me toque. Cuando la busco no la encuentro. Pero está ahí, siempre está ahí. Negándose al olvido. Egoísta.
Egoísta me daña, me molesta. No tengo herida, pero duele. O quizás sí; invisible.
Invisible y egoísta me daña, la piedrita en el zapato.
Hace 3 años.
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